sábado, 5 de octubre de 2013

Nacionalismos

No es necesario ser un experto en Política o en Historia para percatarse de las trágicas consecuencias que se derivan de la imposición de una nacionalidad a cualquier comunidad de individuos que no la sienta. Deben de ser tan intensos e imbricados los sentimientos de identidad nacional y de pertenencia a un clan que algunas personas sienten, que se me antoja sumamente improbable que éstas estén dispuestas a someterlos al, siempre relativo, juego democrático de mayorías. 
La existencia reciente de organizaciones violentas es una prueba de ello. Por tanto, incluso habiendo bienintencionalidad en propuestas como la del conocido Plan Ibarretxe o la del Derecho a decidir de Artur Mas en las que se pretende contar con la ciudadanía que vive y trabaja en unas tierras para un proyecto común, no puedo por menos que cuestionar humildemente el éxito de las mismas, si bien me gustaría estar equivocado. ¿No quisieron otros, acaso, construir España como casa común de nacionalidades respetando su pluralidad? ¿No eran análogos los objetivos? Si ETA comenzó su barbarie hace algunos decenios motivada por la imposición de una nacionalidad a una cierta comunidad que no la sentía, a la que se le obligó a respetar un juego democrático de mayorías, ¿no es acaso un riesgo similar el que correrían la sociedad catalana o la vasca si se somete a una comunidad de distinta nacionalidad a otro juego democrático de mayorías distinto? Infinidad de veces me he cuestionado cómo podría resolverse esta enconada situación, llegando incluso a barajar su posible irresolubilidad en tanto en cuanto que buscar su solución parece equivaler a pretender eliminar de un plumazo el mal que anida en mayor o menor grado en todos los corazones humanos. Siguiendo a Rousseau, "sólo un Estado formado por libre adhesión de las personas que lo constituyen en un auténtico Pacto o Contrato Social primigenio puede estar libre de fuerzas centrífugas y disgregadoras". Esta es la verdad que a algunos les impele a contemplar como una posible salida la que no dudo en calificar de triste y salomónica: ¡Propóngase la constitución de un Estado por libre adhesión y negóciese civilizada y pacíficamente la territorialidad con los Estados existentes en función, por ejemplo, de variables como la densidad de población adherida a uno u a otros! El perjuicio de esta vía para el ciudadano de a pie es innegable e implicaría una vez más que paguen justos por pecadores. Entre éstos estaríamos quienes, como H. D. Thoreau, reflexionamos así:
"¿Es la democracia, tal y como la conocemos, la última mejora posible de las formas de gobierno? ¿No es factible dar un paso más en el reconocimiento y la organización de los derechos humanos? Nunca habrá un Estado realmente libre e ilustrado hasta que reconozca al individuo como poder superior e independiente del que derivan su propio poder y autoridad, y en consecuencia, le dé el trato que se merece".
Desde una perspectiva cristiana uno vive con mucha tristeza estos conflictos que desgraciadamente se repiten una y otra vez a lo largo de la historia de la humanidad y en cualquier rincón del planeta. Uno quisiera ver a los dirigentes más ocupados en aunar esfuerzos y energías conducentes a lograr la globalización de la justicia, el real reparto equitativo de la riqueza y de los recursos naturales que Dios ha puesto para uso y disfrute de todos. Uno quisiera ver a los gestores de la res publica tomar medidas para lograr
la expansión solidaria y mundial del bienestar social, la erradicación de la pobreza a nivel mundial, la conservación y defensa de la naturaleza, la desaparición genuina de las fronteras políticas, etc., pero uno no ve, aquí o allí, sino políticos ensimismados y obsesionados en la construcción de pequeñas o medianas unidades geográfico-políticas. Creo que sólo la paulatina universalización, que no homogeneización, de los corazones humanos podría, a mi juicio, evitar tener que recurrir a la vía salomónica. Seguiré entonces esperándola de las futuras generaciones, si es que no se nos embarca antes en alguna tragedia mayor.
Conviene recordar que junto a otros factores, como el de la multiadministración, la excesiva burocratización, el despilfarro, la corrupción y los excesivos gastos estatales en malas inversiones, uno de los principales detonadores que provocó la disgregación de las antiguas repúblicas socialistas soviéticas fue la profunda crisis económica en que se hallaban sumidas. Por otra parte, también está ahí el riesgo de una balcanización de España.

21 de septiembre de 2013                 Vitoria-Gasteiz

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