viernes, 5 de octubre de 2018

La profecía de Daniel de las setenta semanas

En la Biblia hay muchas profecías impactantes y la que traigo a colación es una de las más controvertidas pues su interpretación es, entre otros, un punto más de discrepancia entre cristianos y judíos, e incluso entre los propios cristianos. Tal y como se recoge en la RAE, una profecía es una predicción hecha en virtud de un don sobrenatural que consiste en conocer por inspiración divina las cosas distantes o futuras. El religioso afina un poco más y, para distinguirla del oráculo, matiza que esa predicción no es fatalista sino que es consecuencia de un análisis polifacético del presente y presupone que la consumación o no de lo profetizado está en función de si se reconduce o no la situación. La profecía, a mi juicio ya cumplida, conocida como las setenta semanas de Daniel está recogida en el libro homónimo del Antiguo Testamento (la primera parte de la Biblia cristiana), que también se incluye en el Tanaj (la Biblia hebrea) y en la Septuaginta (traducción al griego de los textos hebreos y arameos anteriores a los textos masoréticos que sirvieron de base para la confección del Tanaj), aunque con algunas diferencias que también afectan a la profecía que nos ocupa. Mientras el Tanaj incluye el libro de Daniel en su sección de Escritos (Ketuvim), antes del libro de Esdras, el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana lo incluye en su sección de Libros proféticos, detrás de Isaías, Jeremías, Lamentaciones y Ezequiel. Me parece oportuno apuntar que en el Nuevo Testamento (la segunda parte de la Biblia cristiana) consta alguna alusión a esta profecía por parte del mismo Jesús.
(Mateo 24)




Se comprueba además que esta profecía está estrechamente relacionada con otra, también cumplida, que se conoce como la profecía de Jeremías de los setenta años. Aunque algunos eruditos se muestran escépticos y consideran que el protagonista del libro de Daniel es ficticio y que el libro se escribió a mediados del siglo II a.C. y no en el tiempo del imperio neobabilónico, es decir, en el siglo VI a.C., lo cierto es que entre los manuscritos descubiertos en Qumrán se hallan fragmentos de este libro escritos en una variedad antigua de arameo anterior al arameo encontrado en el resto de rollos del mar Muerto, casi semejante al que se usaba en la época neobabilónica; también es cierto que el historiador Flavio Josefo escribe en su libro Antigüedades judías que al emperador Alejandro Magno, cuando estuvo en Jerusalén tras la toma de Tiro (332 a.C.), se le presentó el libro de Daniel. En cualquier caso, aun suponiendo que sea cierta la hipótesis escéptica, hay base para admitir que ocurrieron todos los hechos que se narran en la profecía de las setenta semanas y que algunos de ellos se produjeron, en tiempo y forma, al menos casi ciento cincuenta años después de ser vaticinados, por lo que este cumplimiento de los hechos profetizados induce, a quien no lo haya hecho ya, a la reflexión y a considerar la Biblia como auténtica Palabra de Dios. Es obvio que para los que creemos en Jesús el solo hecho de que hablara de Daniel como un profeta que existió nos basta para considerarlo una fuente fidedigna.
Como el objetivo de este texto no es académico, adelanto que todas las fechas que aparecen son aproximadas a las que manejan unos y otros historiadores, lo cuál no es óbice para que revelen con sobrada suficiencia el cumplimiento exhaustivo de la profecía. El protagonista del libro, Daniel, fue un noble judío de la corte del rey de Judá Joaquim (Eliaquim), hijo de Josías, y fue llevado cautivo a Babilonia siendo joven, junto con otros jóvenes, allá por el año 605 a.C. por Nabucodonosor II, con el fin de ser instruido y suficientemente formado en la cultura y ciencia de los caldeos como para estar en su palacio real (Daniel 1). En seguida empezó a destacar por su don divino de interpretación de sueños, por lo que el rey Nabucodonosor II lo premió con honores y lo nombró gobernador y jefe de todos los magos astrólogos y sabios de Babilonia. Parece ser que en su labor de gobernador y asesor real Daniel se caracterizó por la coherencia, brillantez, rectitud y fidelidad al rey pero también por la sinceridad; tanto es así que tras interpretar uno de los sueños del rey le auguró locura temporal y le aconsejó rectificar sus medidas gubernamentales injustas y retractarse de su actitud soberbia como rey (Daniel 4). Es muy probable que Daniel continuara en labores de asesor gubernamental o, al menos, cerca de la corte, también durante los sucesores de Nabuconodosor II: con su hijo Evilmerodac (Amel-Marduk o Evil-Marduk); con Neriglisar (Nebuzaradam), cuñado de Evilmerodac; con Labashi-Marduk, hijo de Neriglisar y nieto de Nabucodonosor II y, finalmente, con Nabónido, quien pudo haber emparentado con Nabucodonosor II casándose con Nitocris, viuda de Neriglisar e hija de Nabucodonosor II, y tuvo, al final de su reinado, por corregente a su hijo Belsasar cuyo abuelo materno era Nabucodonosor II. Después de la caída de Babilonia bajo el poder de Ciro II el Grande de Persia (539 a.C.), allá por el año 538 a.C., estando Daniel analizando los libros y cartas proféticas que Jeremías había enviado a los cautivos de Babilonia después de que Nabucodonosor II sitiara de nuevo Jerusalén en el año 597 a.C., se percató de que estaba a punto de finalizar el plazo de setenta años de servidumbre que Jehová Dios había impuesto como castigo al reino de Judá por su desobediencia y que había comenzado aproximadamente en el año 605 a.C., cuando su rey Joaquim se convirtió en vasallo de Nabucodonosor II, rey de Babilonia (Jeremías 25). Cabe mencionar además que la destrucción definitiva del templo y de la ciudad de Jerusalén por Nabucodonosor II, rey de Babilonia, fue en el año 587 a.C., en el que culminó la deportación de la población judía, incluído el regente Sedequías (Matanías), hermano de Joaquim y tío de Joaquin o Jeconías, rey legítimo de Judá, cautivo en Babilonia desde el 597 a.C., hijo de Joaquim (Jeremías 29). Daniel empieza a orar fervientemente a Dios para que tenga misericordia de su pueblo, le perdone, termine con su cautiverio en Babilonia y le permita regresar a Jerusalén para restaurar el templo y restablecer el culto en el asolado santuario (Daniel 9). Y es entonces cuando Daniel recibe la profecía de las setenta semanas en respuesta a su sentida oración:
"Aún estaba hablando y orando, y confesando mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel, y derramaba mi ruego delante de Jehová mi Dios por el monte santo de mi Dios; aún estaba hablando en oración, cuando el varón Gabriel, a quien había visto en la visión al principio, volando con presteza, vino a mí como a la hora del sacrificio de la tarde. Y me hizo entender, y habló conmigo, diciendo: Daniel, ahora he salido para darte sabiduría y entendimiento.  Al principio de tus ruegos fue dada la orden, y yo he venido para enseñártela, porque tú eres muy amado. Entiende, pues, la orden, y entiende la visión. Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad, para terminar la prevaricación y poner fin al pecado, y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable, y sellar la visión y la profecía, y ungir al Santo de los santos. Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, mas no por sí; y el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario; y su fin será con inundación, y hasta el fin de la guerra durarán las devastaciones. Y por otra semana confirmará el pacto con muchos; a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Después con la muchedumbre de las abominaciones vendrá el desolador, hasta que venga la consumación y lo que está determinado se derrame sobre el desolador (sobre el pueblo asolado es una mejor traducción)." (Daniel 9)
Con el fin de rebatir más adelante la interpretación que hacen muchos judíos de esta profecía, presento a continuación la traducción al español de la que puede leerse en el Tanaj:
"Setenta semanas fueron decretadas sobre tu pueblo y sobre la ciudad santa para terminar la transgresión y para que  fenezca el pecado y pueda perdonarse la iniquidad, y para traer justicia eterna, y sellar visión y profecía, y ungir el lugar más sagrado. Sabe pues y ten en cuenta que desde que salga la palabra para restaurar y reedificar a Yerushalaim hasta la venida de un ungido, un príncipe, habrá siete semanas, y en sesenta y dos semanas será reconstruida con plaza y foso en tiempos difíciles. Y después un ungido será quitado y no tendrá nada; y el pueblo de un príncipe que vendrá destruirá la ciudad y el Santuario, pero su fin será con una inundación, y hasta el final de la guerra han sido decretados asolamientos. Y hará pacto firme con muchos por una semana, y por media semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda vegetal. Luego sobré el ala de las cosas detestables vendrá el asolador, y hasta el exterminio dispuesto se derramará la ira sobre el pueblo asolado". (Daniel 9)
El consenso existente acerca del significado de la palabra semana en este contexto parece ser unánime. Si un día profético equivale a un año, entonces una semana profética, es decir, siete días proféticos, equivale a siete años; así, se deduce que setenta semanas proféticas, como las de Daniel, son en realidad 490 años (Números 14, Levítico 25). Aunque existe bastante controversia acerca de la fecha de la salida de la orden para restaurar y edificar Jerusalén, ya que fueron varios los reyes persas que emitieron edictos relacionados con este asunto, Ciro II (con reinado de 559 a.C. al 530 a.C.), Darío I (con reinado del 522 a.C. al 486 a.C.), Artajerjes I (que  reinó del 465 a.C al 424 a.C.), está bastante fundamentada la postura según la cuál se ha de adjudicar esta fecha al 457 a.C., momento en que Esdras, descendiente de Aarón, sacerdote judío y escriba, recibió del rey Artajerjes I la orden para ir a restaurar la ciudad de Jerusalén, para lo cuál llevó cartas para los gobernadores delegados del rey en su camino a Judá; y ello porque el resto de órdenes estaban más relacionadas con la reedificación del templo que con la restauración de la ciudad y la total puesta en marcha de la vida política, social y religiosa de la sociedad judía en Jerusalén; y además porque de los cuatro edictos es el único que se recoge por escrito en la Biblia. (Esdras 7)
Así pues, contando las sesenta y nueve semanas, es decir, 483 años, a partir de esta fecha y hasta la llegada del Mesías Príncipe nos situaríamos, teniendo en cuenta que no hubo año 0, en el año 27 d.C. Y esto es lo que ocurrió: en esa fecha es cuando Jesús recibe el bautismo en el Jordán por medio de su pariente Juan el Bautista, es ungido con el santo espíritu y se escucha la voz del Dios Padre que lo presenta como su Hijo amado. Jesús es presentado al pueblo de Israel como el Mesías, inicia su ministerio y, por tanto, comienza la última semana profética (Lucas 3, Juan 1). La profecía aporta información sobre lo que iba a ocurrir en las primeras siete semanas (49 años): se reedificaría la plaza y el templo en tiempos angustiosos, que es lo que ocurrió entre el 457 a.C y el 408 a.C. aproximadamente. Además, apunta que después de estas siete y sesenta y dos semanas, es decir, después de sesenta y nueve semanas, ocurrirían, entre otros, dos eventos muy importantes: se mataría al Mesías y un príncipe vendría a destruir la ciudad y el templo con inundación. Según la profecía, el primero de estos eventos, que equivale al cese del sacrificio y la ofrenda, se produciría a la mitad de la última semana, es decir, en el 31 d.C. Respecto al segundo evento no especifica si se produciría durante esta última semana o posteriormente, pero sí que sería con inundación. Parece claro que ambos hechos son históricos. En el año 31 d.C. se produce la crucifixión de Jesús (seguramente también a la mitad de la semana literal, es decir, el miércoles) y, por tanto, pierde sentido todo rito o ceremonia judía relacionada con la expiación de los pecados, pues aceptando su propio sacrificio, su sangre nos limpia de todo pecado y podemos entrar al lugar Santísimo. La destrucción de Jerusalén y de su segundo templo acaeció cuando el General romano Tito, posteriormente emperador de Roma, asoló y devastó la ciudad en el 70 d.C. con auténticas multitudes de soldados. Hay varios textos en la Biblia en los que se refleja la asociación de la palabra inundación con invasiones militares (Jeremías 47, Daniel 11). Respecto al pacto que confirmaría con muchos es obvio que se refiere al Nuevo Pacto, que sería ofrecido al pueblo de Israel durante esta última semana y que al ser rechazado por él se haría extensible al resto de naciones; desde el inicio de su ministerio y hasta su crucifixión algunos judíos creyeron en Él y lo abrazaron y después, ya resucitado, envió a sus discípulos a anunciar la buena nueva (evangelio) a todas las naciones, aunque no es sino hasta la conversión de Pablo cuando comienza a extenderse la buena noticia de salvación dirigida a los gentiles, allá por el 34 d.C., pues hasta esta fecha, fin de la última semana profética, los discípulos en sus predicaciones se ciñen al pueblo de Israel (Marcos 1). Lo que anuncia la profecía al final, se refiere a lo que pasaría una vez transcurridas las setenta semanas: "Después con la muchedumbre de las abominaciones vendrá el desolador, hasta que venga la consumación y lo que está determinado se derrame sobre el pueblo asolado", en clara alusión al espíritu del anticristo que operaría en el general romano Tito y en todas sus legiones en la profanación del templo y la destrucción total de Jerusalén en el año 70 d.C. Este espíritu del anticristo opera en la tierra desde entonces y ha perseguido siempre al pueblo judío y ahora también a la Iglesia, hasta que nuestro Señor Jesucristo regrese en gloria en su segunda venida para vencerlo con la espada que sale de su boca, cuando termine el tiempo de gracia, es decir, cuando el evangelio se predique a todas las naciones, en un día y en una hora que nadie sabe sino Dios, el Padre. (Apocalipsis 19) 
Según algunas interpretaciones judías, la fecha del punto de partida de la profecía es el año 587 a.C., justo antes de la destrucción de Jerusalén por Nabudocodonosor II, rey de Babilonia, y se basa en que en ese preciso instante Jehová Dios pronuncia la palabra, a través de Jeremías, sobre su intención de hacer volver a su pueblo judío de la cautividad a la que iba a ser llevado:
"Porque así ha dicho Jehová Dios de Israel acerca de las casas de esta ciudad, y de las casas de los reyes de Judá, derribadas con arietes y con hachas [...]: He aquí que yo les traeré sanidad y medicina; y los curaré, y les revelaré abundancia de paz y verdad. Y haré volver los cautivos de Judá y los cautivos de Israel, y los restableceré como al principio". (Jeremías 33)
De esta manera, a las siete semanas, es decir, en el año 538 a.C. vendría un ungido príncipe en alusión al rey persa Ciro II y después de otras sesenta y dos semanas más, es decir, 434 años, nos situaríamos en el año 104 a.C., fecha en que se ungió al rey judío Alejandro Janneo, quien por su perversidad y profanaciones fue quitado o proscrito por los sabios y religiosos de su propio pueblo, si bien siguió reinando hasta el 76 a.C. Aunque hay varias razones que me impulsan a considerar errónea esta interpretación, la principal es que con la figura de Alejandro Janneo no se cumplen los objetivos que se mencionan en la profecía respecto al fin del pecado, a la expiación de la iniquidad y a la justicia eterna, las cuales sí se cumplen en Jesús. Esta es nuestra fe. Además, tampoco explica correctamente los eventos de la última semana profética, que sería, según esta interpretación, del 104 a.C. al 97 a.C. ¿Cuál sería el pacto firme que confirmó con muchos? Si la profecía es recibida por Daniel allá por el año 538 a.C. y su contenido vaticina unos hechos que se cumplirían en el futuro, resulta contradictorio sostener que la fecha de la salida de la palabra para restaurar Jerusalén (587 a.C.) y las primeras siete semanas a partir de la misma hasta la llegada de un príncipe ungido (hasta 538 a.C.) se sitúan en el pasado. Por último, ¿por qué se elige el año 587 a.C. en vez del año 597 a.C. (véase Jeremías 29:1)? En definitiva, parece claro que al judaísmo se le ha puesto un velo, tal y como lo afirma Pablo:
"¿Qué pues? Lo que buscaba Israel, no lo ha alcanzado; pero los escogidos sí  lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos; como está escrito: Dios les dio espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan, hasta el día de hoy" (Romanos 11). ¡Abra pronto el Eterno los ojos de los judíos, nuestros hermanos mayores en la fe y entre pronto la plenitud de los gentiles para que, después, todo Israel pueda ser salvo! Entretanto, sigamos amando al único Dios Todopoderoso, al Santo de Israel, a YHWH de los ejércitos, y así seremos utilizados por Él para provocarlos a celos.
"Ellos me movieron a celos con lo que no es Dios; Me provocaron a ira con sus ídolos; Yo también los moveré a celos con un pueblo que no es pueblo, los provocaré a ira con una nación insensata" (Deuteronomio 32).
Si eres agnóstico o crees en el ateísmo o profesas otra religión, espero que estas líneas te hayan servido para reflexionar y para replantear tu postura. Si tú eres ya un seguidor de Jesús el Mesías (Yahshúa Hamashíaj), a buen seguro que han servido para recordarte cuán Glorioso y Soberano es nuestro Dios Yahwéh. ¡A Él sea toda la gloria y la honra por los siglos de los siglos! Amén, Shalom. Si quieres visualizar un gráfico con las fechas y los acontecimientos históricos que se mencionan en la profecía de Daniel de las setenta semanas, lo puedes hacer en la última página de este texto que aparece en el siguiente enlace: setentasemanasdaniel


Vitoria-Gasteiz                                                  5 de octubre de 2018