viernes, 27 de septiembre de 2013

El árbol de la ciencia

Procedo a comentar algunas cuestiones referentes a las ideas expuestas por la Sra. Cristina Falcón y el Sr. Manuel Figueroa en su carta 
(EL PAÍS, 29–09–03), aun a riesgo de ser calificado de entrometido. La percepción es una capacidad mental que opera en el cerebro, donde
quedan recogidas las impresiones recibidas por los sentidos mediante mecanismos que a día de hoy la ciencia no conoce exhaustivamente, y que, sin duda, posee un carácter único y personal. Con esta premisa difícilmente
puede uno dar por sentado el modo en que es percibido por el prójimo, a menos que éste se lo haya comunicado previamente. Yo, creyente en Dios,
confieso no percibir en formato negativo alguno a ninguna de las numerosas personas ateas con las que me relaciono y de las que he decidido rodearme. Siendo escéptico ante la existencia de un problema generalizado de
tolerancia y respeto mutuos entre creyentes y ateos, no así, entre aquellos ideólogos disfrazados de religiosos o científicos que politizan sus discursos, a
uno tan sólo se le ocurre sugerir, en los casos concretos en que éste problema aflore, aquello de que “no suele ser el jinete quien se queja y reclama mejor trato sino más bien la acémila que lo sostiene”.
En mi opinión, no es atender a razón afirmar que la persona atea se caracteriza por carecer de un credo firme que pueda ser ofendido por los creyentes en el ejercicio de su libertad religiosa. Martin Heidegger expresó en Being and Time que “el nivel de desarrollo de una ciencia está  determinado por la medida en que es capaz de experimentar una crisis en sus conceptos básicos”.  En opinión del matemático y filósofo William A. Dembski “los conceptos básicos con los que ha operado la ciencia en los  últimos cientos de años ya no son adecuados; no lo son en una era en la cuál el diseño inteligente es empíricamente perceptible. La ciencia enfrenta una crisis de conceptos básicos y su expansión y liberación pasan por admitir la idea de diseño”. 
El bioquímico Michael Behe, presenta en La Caja Negra de Darwin, 1996, un poderoso argumento en favor del diseño real en la célula, basado en el concepto de complejidad irreducible. Voces como éstas, escuchadas en círculos científicos de prestigio en los últimos lustros, demuestran que la ciencia comienza a ver de modo cada vez menos diáfano la hasta ahora prescindibilidad de una Inteligencia no humana Superior para poder explicar el origen y la finalidad del universo. Es en los momentos de crisis de un paradigma en los que queda patente la irracionalidad de las posturas. Decía el creyente Albert Einstein que “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Yo me atrevo a afirmar que la “no–fe” de los ateos empieza a revelarse como una fe en la prescindibilidad de Dios, como un credo firme: el de la resistencia a aceptar la existencia de inteligencias superiores a la humana que pudieran ofender una autoconfianza y un orgullo de especie mal entendidos; posturas, por otra parte, que entiendo son muy legítimas y susceptibles de ser respetadas. Por lo demás suscribo plenamente el resto de la carta en lo que hace referencia a la desafortunada utilización del concepto “caída” por parte del teólogo, autor del artículo que ha motivado este debate.

30 de septiembre de 2003                                       Vitoria-Gasteiz

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